El abrigo rojo

Jimina Sabadú
5 min readDec 2, 2020
El abrigo rojo. Jimina. 2020

Estuve dos meses yendo a verlo de cuando en cuando. Desde el escaparate y, a veces, dentro de la tienda. Me lo probé en varias tallas y con distintos zapatos. Fui plenamente consciente desde el principio que, mal llevado, parecía una bata de andar por casa. Parecía imposible comprarlo. “Se agota pronto”, decía la dependienta. ¿Qué va a decir una dependienta? “Se lleva mucho esta temporada”. Y tanto. Mi madre buscó opciones iguales — en su mundo eran idénticos — pero más económicas. Pero siempre eran totalmente distintos. El cruce, la solapa, los bolsillos. Los botones. El mío no tenía botones. Es increíble lo distintas que son dos prendas iguales. Sopesé la idea de pagarlo en el momento, pero por suerte no lo hice. “Quizás la semana que viene no lo quiera”, me repetía cada semana. El de color negro se agotó. También sucedió con el azul marino. Quedaban el azul celeste y el rojo. El rojo carmesí. Ese abrigo rojo perfecto, impoluto, ligero.

El mismo día que anunciaron las rebajas fui a la tienda, pero ya no estaba. Había hecho una apuesta y había perdido. O así fue hasta que otra dependienta dijo que creía haber visto uno de esa talla en el almacén. Al rato volvió con mi abrigo. Mi abrigo rojo. Me lo puse de nuevo. Tan ligero, tan suave. Un abrigo perfecto. Un abrigo de los que compras una vez en la vida y que te duran hasta la vejez. Uno de los que no molestan en el antebrazo, de los que huelen bien los lleve quien los lleve. Una prenda que te abriga pero que no te ahoga. Parece fácil, ¿verdad? Cualquiera que recuerde haber sido niño sabe que aunque sea sencillo, de fácil no tiene nada.

El día que lo estrené fue maravilloso. Fue también el último día de ese mundo que ya no existe. Mi último día en él. En la fundación Juan March abría una exposición sobre vanguardias. Cada vez que piso un museo recuerdo a un profesor que nos contó cómo se había negado a pagar un extra por ver Las Meninas y que, al colarse accidentalmente en la sala en la que estaba el cuadro, se quedó mirando aquello sin dar crédito: era la misma pintura y sin embargo era totalmente diferente a la que creía conocer. Se quedó mirando como un idiota mientras le lloraban los ojos. Miraba al aire recordándolo y nos decía “había sido un idiota”. Me acuerdo a menudo de esta historia porque algunos cuadros que me han parecido auténticas aberraciones han renacido al verlos en vivo. La última vez que me pasó eso no me quería marchar. Contemplarlos es como ir al monte y mirar a lo lejos. Ya nunca miramos a la lejanía; a día de hoy se ha convertido en un lujo.

Llevar a alguien a una exposición de algo que no le interesa es una prueba de fuego. Si esa persona sabe mirar, sabrá encontrar algo. Y esta vez acerté. Mi acompañante no se quejó del tiempo que pasamos allí porque se le hizo corto. Compré el catálogo de la exposición, paseamos por el jardín de la fundación, y no nos dejaron pasar a la biblioteca. Nos aventuramos a entrar en un bar cercano, un local diminuto situado en un sótano junto a un garaje. Otro resto del viejo mundo. Había pasado infinidad de veces por la puerta pero esa vez entré. Entre copa y copa se hizo tarde. Algo había funcionado en todo aquel ritual mágico. Las cosas que me pesaron ya no estaban conmigo. Ya no me ensuciaban ni me lastraban.

Y saliendo del metro algo dejó de funcionar. Una figura delante de mi, negra y encorvada, aullaba hacia la salida. Seguí sus pasos y una pareja de chicas y un muchacho más lo hicieron también. Junto a las escaleras la figura se derrumbó. Era un hombre joven, rubio, descalzo. Era incapaz de hablar. Tenía los pies en carne viva. Estaba lleno de suciedad y llevaba un jersey verde raído y una mochila. “Que no estoy borracho, lo juro”. Lloraba tanto que los surcos de las mejillas estaban limpios. Los cuatro desconocidos conseguimos calmarle, pero cada poco tiempo volvía a llorar, a romperse en pedazos. Llevaba todo el día pidiendo en el metro y no había reunido dinero para el hostal. Se había quitado los zapatos porque le dolían tanto los pies que sólo soportaba estar de pie si el frío le atería tanto como para no sentirlos. Llevaba menos de un mes viviendo en la calle. Reunimos dinero para el hostal — él no nos lo pidió — y quiso darnos unas bolsas con gominolas que había tratado de vender. Las chicas no querían cogerlo, pero él necesitaba darnos una a cada una, así que las aceptamos. Las chicas le preguntaron si no tenía familia, o alguien a quien acudir. Hicimos esas preguntas cuya respuestas conocíamos de antemano. Nos dijo el nombre de su prima, una habitual de Telecinco. El chico le dijo “Pues su marido es gilipollas”. Y él rió. Se calmó y nos pidió un pañuelo. Saqué un pañuelo de tela que me habían regalado. “Te lo voy a manchar”.

Le acompañé a los tornos, para asegurarme de que podía caminar sólo. Me dijo que no era ningún drogadicto, pero que tenía miedo de volver a serlo. Me dijo que hacía dos años que no veía a su hija de seis años. Que había perdido el trabajo y que se le había acabado el paro. Que nunca debió juntarse con malas compañías. Y repitió que tenía miedo. Le hablé de dos personas que estuvieron en la calle y que ya no lo están. Me abrazó y le devolví el abrazo. No le pregunté su nombre. Pero no he olvidado su cara, ni su mirada, ni su llanto. Ese chico (de mi edad, de mi estatura, de mi ciudad) sabía que si seguía en la calle se volvería loco.

Caminé hasta casa bajo un cielo de luto. El abrigo olía un poco a él. Aunque ya era hora de quitar el belén, dejé la bolsa de gominolas en el establo. Estuve pensando en escribir a su prima. Durante las siguientes semanas creí verle en el metro varias veces. Veía chicos de su aspecto sentados en el vagón. Ninguno era él. Y en cuestión de semanas el mundo entero cambió casi de la noche a la mañana.

Juro que cuando se anunció el confinamiento ese chico fue la primera persona en la que pensé. Si al menos se había vuelto ya loco no pensaría que su vida es la más amarga de todas. Esta historia no es especialmente importante. La calle está llena de indigentes y cada vez habrá más. Podríamos ser cualquiera de nosotros, o casi cualquiera. Pero si escribo esto es para contar que algo en apariencia tan trivial como escoger un abrigo puede tener mucha importancia. Sé que ese chico podía haber sido yo.También sé que elegí el abrigo adecuado. No todo el mundo tiene la suerte de estar arropado.

Cuando le di el pañuelo me preguntó si daba buena suerte. Le dije que no lo sabía. Ojalá un día pueda conocer la respuesta, y ojalá ésta sea que sí daba buena suerte. Puede que desear lo mejor para alguien no surta efecto, pero alguien tiene que velar por esas personas de las que no se acuerda nadie.

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Jimina Sabadú

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